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lunes, 4 de junio de 2012

"Sensaciones" de Nicolás Tascón


El cuarto a oscuras. Había un fuego colorado en la chimenea. Los muebles se dibujaban en extrañas formas convexas contra las paredes. Había un sillón alto, también rojo, un hombre se sentaba con la pierna galantemente cruzada. Otro en el suelo con una pipa y un monóculo.
― ¿A dónde se va?
Un vestido rojo da la vuelta, mientras sus faldas describen un círculo de flor perfecta. Luego se rasga por la mitad en dos bolitas rojas de pintura. Un beso de labios rojos. Unas manos blancas, de dedos delicados y femeninos que se pasean primero lentos, después rápidos, después clavan las uñas en el antebrazo de él. Hay una luna grande en el cielo negro, es blanca. 
Una mujer mira al mundo entero desde el más alto de los edificios. La ciudad no son más que puros puntitos de luz titilante, intermitentes y vastos. El aire es fresco. Extiende las manos a los lados. Cierra los ojos. Un acercamiento a su ojo, es azul, el iris. Azul fresco. Y por delante del ojo, como si fuera una película finísima, se mueve constante una ola de agua. Junta las manos. Salta.
Al caer no se encuentra con el suelo pero con una capa alargada de algo que no es algo pero que es agua. Se sumerge en la ciudad y comienza a nadar en el aire, con los ojos abiertos y el cabello ondeándole por detrás. Una sirena modernizada. Sus ojos amplios y refulgentes. Ronda la ciudad como un fantasma nadando entre la gente sin ser notada.
Él la aprieta contra la pared. Ella agarra sus cabellos y sonríe. Los labios rojos. El beso rojo. Y la caricia blanca. Los dos hombres hablando en la oscuridad. Hay sonidos mozos. Silencio. Solamente se miran y qué se siente ver que se quema. 
Camina despacio, con los pies encumbrados, la mochila al hombro. Está completamente solo y el aeropuerto está lleno de gente. Hay un muchacho de cabellos castaños y piel apiñonada que se sienta con las piernas cruzadas. Tiene un grueso volumen en las manos. Al abrirlo se despega una nube de polvo y luz que hace que los cabellos se le revuelquen.
Es una extensión amplísima de tierra negra. El cielo es negro también. Negro y azul a un mismo tiempo, un color se mezcla en otro tal como en las pinturas de Van Gogh, como la Noche Estrellada sobre el Ródano. Hay mucha gente alrededor. Pero el suelo ya no es tierra negra sino amarilla, del amarillo del desierto. Y de pronto ya no es tierra sino el desierto, con su amarillo tan desolado, con su amarillo tan de la soledad. Y todo el mundo ve al cielo negro y al desierto amarillo y sienten el desdén que sólo el humano siente cuando está completamente lleno y satisfecho pero se encuentra solo. Solo en medio de una multitud. 
Los hombres siguen discutiendo. Una amplia espiral del humo blanco, humo de mentas, se escapa de la pipa del hombre que se sienta en el suelo. El fuego colorado sigue crepitando y las sombras como escalpelos, agudas, forrando las paredes. 
Comienza a sonar nuevamente música de fondo. La vida sería más fácil con música de fondo. Todos se reúnen. Todos tienen la cabeza gacha. El muchacho del libro está en el medio y tiene miedo. La cabeza más gacha que la más gacha. Cierra los ojos. El amarillo se le mete por la piel. El vestido rojo también está allí. La mujer que nadaba en el aire y la pareja. Todos la cabeza gacha. 
De pronto vino la orden. El primero fue el de adelante, cuando la música y el amarillo se hacían insoportables. Un afilado cuchillo se levantó al aire, y el hombre levantó la cabeza, uno entre millares, y su cabeza brilló con una luz de hurón. 
Después la pipa al aire, después un beso al aire, luego el vestido rojo al aire y un ojo, un martillo, una regla, un balón, un pincel. El muchacho del libro tenía miedo, porque no sabía cuál era su arma. Todos brillaban y las manos se levantaban siempre altas, siempre orgullosas, mostrando el símbolo de lo que les hacía buenos en el mundo. El miedo crecía, y el amarillo crecía. La soledad se agrandaba como sombras al orgasmo del ocaso. Había espirales de humo de mentas en derredor mientras todos levantaban sus armas. A su lado un roce, una muchacha le tocó la mano, le sonrió y luego ella misma levantó un pequeño bolígrafo de oro. 
El muchachito encontró fuerza y levantó el brazo derecho, en la mano un lápiz amarillo. Su rostro se transformó en el de una lechuza sonriente en un estampido de plumas blanquecinas, el de la muchacha en el de un gorrión. Y luego todos comenzaron a bailar, las manos arriba, las armas enterradas en el suelo. La luz comenzó a inundar al mundo. Hacia delante, hacia atrás. Las manos arriba, con la música eléctrica corriéndoles por las venas, y alrededor todo era fuego y humanos con rostro de animal que bailaban al son de una melodía desenfrenada. Movimientos rápidos. Espirales de humo. La realidad acababa de pasar de moda, y los únicos que quedaban eran los sueños, esa consciencia global del baile, el disfrute. No más realismos. No más magia. No más que sueños. Sueños peligrosos, sueños afilados, sueños perfectos y sueños malos. Todos bailaban. Todos cantaban. Todos tenían sus armas y sin embargo todos vivían un sueño separado, pero había algo arriba, en la parte superior del sueño, una especie de cadena, y todos los pequeños sueños se interconectaban en un gran sueño que todos soñaban.
Las cortinas se corrieron y un leve saborcillo a tierra amarilla, como tostada por el sol y la soledad, se quedó adherido a la tela roja del vestido que colgaba del respaldo del sillón rojo. Una espiral de humo se quedó pegada a la punta recién afilada de un lápiz amarillo nuevecito. Y el cuarto volvía a quedarse sólo. Y no se podía distinguir si el cuarto era real o tan real que era sólo parte de otra pura ensoñación. 

NombreNicolás Tascón.
Emailzoklotito@hotmail.com

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