Mirabelle seguía mirando al frente con las manos en su abrigo.
-¿Qué hora es?
-Las tres cuarentaicinco.
Mirábamos juntos los edificios que rodeaban la plaza, las hojas barridas por el viento. Hace frío. Se hizo un silencio largo, pausado a veces por la insistencia de Mirabelle en saber la hora.
-Las tres cincuenta ¿Crees que la Mutante ya no llegue?
-Quizá. Aunque también puede estar sentada bajo un árbol, pequeñita y llorando; contando piedritas que estuvieran cerca a sus pies.
- Es la Mutante.
-Sí, es ella. Sigue buscando.
A esa hora solía cruzar mucha gente camino a sus casas o a la Universidad que quedaba cruzando el puente. Tanta gente y nosotros sin la mutada. Mirabelle no estaba preocupada, y eso lo podía notar en su forma de mirar y buscar entre la gente. Tenía una boca grande que le impedía ocultar cualquier sentimiento. Podía meter cualquier palabra en esa boca y era imposible no creerla. Sonreía con facilidad y sus ojos casi que se cerraban; sonreía y en sus ojos a medio abrir brillaban dos huequitos cafés que en una infancia cualquiera podrían pasar por canicas. Sus ojos también eran grandes y vivían en constante excitación, vivían esperando uno a uno los segundos y perseguían en ellos los sonidos, los colores, todo aquello que salvara a Mirabelle de olvidar a su Mutante. Había otra cosa: sus pupilas no se dilataban. Digamos que los ojos de Mirabelle se movían excitados sobre las imágenes que pasaran frente a ella, pero sus pupilas vivían inertes. Si no fuera por la sonrisa que podía tener en sus ratos libres de penas, uno podría pensar que Mirabelle era una mujer de piernas largas, cabello rojo y gafas rosas que volvió de la muerte a predicar perdición, pero quién sabe: si ella muriera y se diera cuenta, lo primero que haría sería echarse en el suelo a reír, y luego todos los muertos que la estuvieran acompañando la mirarían con sus ojos vehementes como quien contempla un milagro o un espectáculo grotesco, que vienen a ser la misma cosa.
-¿Ya miraste bien?
-No veo más que hombres.
-¿Como es eso?
-Sí, sólo veo hombres pasar. No veo ninguna mujer.
-¿Y la que va de gancho del oficinista?
-No existe.
-¿Y la que fuma un cigarrillo y toma té?
-¿Cuál?
-La de pelo azul.
-¿No es la Mutante? El pelo es mutado, no hay duda. Mira su faldita y sus medias hasta las rodillas, parecen algo que la Mutante usaría.
-Sí querido. Pero no es, querido. Querido, la Mutante no es así de blanca aunque sí es blanca y sí tiene lunares. Es una galaxia entera ella solita. Pero los lunares de la chica azul no los ves desde acá ¿o sí querido?
-Tampoco existe.
-¿Cómo es eso de que no existe?
-Sí, no existen. Sé que hay hombres porque creo ser uno de ellos. Dudo medianamente de la existencia de una mujer con la que he hablado. Aquellas con las que no he cruzado palabra, no existen, o sencillamente son el reflejo desesperado de las mujeres que conozco para no sentirme tan solo.
-¿Qué me dices de las que no van solas? ¿También las ves?
-Es posible.
-¿Y por qué las ves si van con otro hombre?
-De pronto hasta los hombres que veo acá en esta plaza también son mentira. Quizá yo estoy botado en el piso con la camisa desabotonada y tú eres una enfermera que me da primeros auxilios mientras convulsiono. Muñeca, podría ser cualquier cosa, hasta un anciano mirando al vacío en un parque.
-¿Qué hora es?
-Cuatro en punto.
-No llegará.
-O ya se fue.
-Continúa con las inexistencias querido.
-Te decía que quizá yo sea el único que exista. El acceso al otro es imposible. O tal vez sólo tú existas, y en nuestra soledad de cuartos blancos y visitas familiares hemos inventado al otro, a cualquier otro.
-Somos esquizofrénicos en potencia, dices.
-Casi. O no tanto así.
-¿Cómo entonces?
-No lo sé.
-Lo decías hace un momento. ¿Esa no es?
-¿La de vestido rosa?
- Sí, ella. Camina lindo.
-No sabría responderte. No conozco a la Mutante.
-Ya la conocerás querido.
-Dile que hace frío.
-¿Qué hora es?
-Las cuatro aún.
-Sí. Sí sí sí. ¡Sí!
-¿Qué?
-Hay un abismo.
-Ya veo. ¿Estamos juntos?
-¡Estamos todos querido!
-Porque somos esquizofrénicos en potencia.
-No, tú dijiste que no era así. ¿Cómo era?
-Bueno, yo creo que si miras detenidamente a cada persona, sientes que la locura está siempre rondándonos. Y luego te empuja a un abismo y ya no puedes volver a estar seguro de nada.
-¿Qué hora es?
-Cuatro cinco.
Luego se hizo un silencio. Aunque ella repetía constantemente sí sí sí, eso era el equivalente a un silencio cualquiera para mí. Yo me limitaba a temblar de frío y a fumar. De repente me di cuenta que yo también había estado esperando a la Mutante. No por conocerla, sino por esperar y estar ahí de frente a un mundo que no deja de pasar y resquebrajarse. No sólo esa tarde, sino toda la vida. Un espectador más. Quizá no la vida entera, que es un tiempo muy corto, sino unos días. Los días que pesan como los siglos malgastados de la humanidad y que yo sentía así porque estaba solo. Me di cuenta que yo también quería a la Mutante, que la necesitaba tanto o más que Mirabelle. Un silencio largo se había tendido entre nosotros. Mirabelle y yo lo sabíamos, y si nos hubiésemos mirado, el universo hubiese explotado en un lugar muy lejos de nosotros, pero nosotros lo sabríamos y nos hubiésemos mirado espantados, sin más silencios que tender.
Nombre | Vicente Sokoloff |
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